Mi primer orgasmo lo tuve con el negro Suárez en el auto de su abuelo, un Renault doce todo roto y descascarado. Yo no tenía idea de que eso era un orgasmo, el negro me lo dijo “nena, te acabas de venir” y yo lo mire sorprendida. No me había penetrado, solo un par de besos y ya había aparecido ese líquido gracioso que me recorría toda hasta manchar mi bombacha. El negro al parecer se asusto de la potencia de mi vagina porque desistió en la empresa de desvirgarme. Me dejó en la vereda, a unos pasos del palo borracho que papá había plantado. Lo mire irse, con mi vestido floreado y mis valerinas color mármol. El comienzo de mi vida sexual había sido bastante caótico, si se puede decir que ese día comenzó mi vida sexual. Nunca tuve suerte con los hombres, unos no me querían, otros no que gustaban, y otros no podían. Juan y su pene ínfimo, Lucas y su perezoso amigo y Lucho y su obsesión (pero yo no quería saber nada). “orgasmo fácil” me llamaban en el barrio, maldito negro sucio, no podía guardar el secreto. Por eso es que decidí dedicarme a la vida monacal. Las monjas no tienen que pedir disculpas por mojarse ante el roce masculino. Tienen una vida apacible y tranquila, se dedican a oler flores y rezarle al niño Jesús. Tenía veintitrés años cuando entre al convento de las carmelitas, era joven, ingenua y con orgasmos a la orden del día. y virgen, obvio. Es que todavía nadie podía/quería/se atrevía a entrarme. Por eso lo hice. Por eso y porque me canse de buscar lencería fina que no resistía el mínimo abrazo… un beso en el cine y ya la tenía toda embadurnado de ese jugo blanco. Y después mamá me retaba y pasaba toda la tarde déle que déle fregando las bombachas para que queden limpias.
Los problemas con la madre superiora comenzaron cuando mis lecturas se llenaron de las poesías místicas. Tanto Sor Juana como San Juan me extasiaban increíblemente. Sus palabras llegaban a mí y me hacían hasta berrear de placer. Yo no puedo recordar mucho esos momentos, es como si cada vez que me estuviera por venir se me borra la memoria y no sé ni quien soy. Y parece que grito, mucho. Como sea, el asunto es que las monjas creyeron que era una psicótica o (peor aun) una ninfómana. Y me obligaron a dejar de leer esas poesías. Me regalaron una tele para que coloque en mi celda, así miraba la tele y no pensaba en cosas raras. Todo iba bien hasta que el “show del chavo del ocho” entró en mi mundo. Lo recuerdo como su hubiera sido ayer, después de tomar el te con las hermanas, me dirigí a mi celda alegando dolor estomacal fuerte y lo vi: un muchacho joven y esbelto, que gritaba cuando su amigo lo cargaba llamándolo “cachetes de marrana flaca”. Él y sus cachetes coparon mis tardes silenciosas. Sus exclamaciones me enloquecían, me restregaba contra la cama y, de nuevo, me venía. A la semana de ser la estrella porno del convento, comprendí que su voz chillona me llamaba, era como un aviso divino que San Antonio me dictaba: debía conocerlo. Así fue como tomé el avión hasta la ciudad de Guadalajara para buscarlo. Aunque trate y trate fue imposible, Quico no era su verdadero nombre y tampoco sus gritos (me entere que era ayudado por extras). Así que volví toda sola y triste al convento. Ahora estoy vieja y no controlo mis fluidos. Me sigo viniendo a rolete, ante cualquier boludez, pero uso pañal.